Al igual que sucede con Bruno y la mayoría de los renacentistas,
en Newton hay un marcado interés por el ocultismo, la alquimia
y la teología, si bien la gran mayoría de sus obras correspondientes
a esas rúbricas sólo se conocieron y publicaron bastante
después de su muerte. Poseía una de las bibliotecas más
completas de «filosofía hermética» de su tiempo,
y siempre estuvo convencido de que antes de las civilizaciones históricas
hubo un periodo de conocimientos incomparablemente profundos, perdidos
luego en su mayor parte pero diseminados aquí y allá, a
través de claves que un intérprete astuto podría
recomponer disponiendo de los adecuados materiales. Aristóteles
creyó también algo parecido. Teológicamente, lo más
señalable de Newton es el «unitarismo» (que comparte
con su amigo Locke), caracterizado por negar el dogma trinitario.
Prescindiendo de abundantes escritos matemáticos, aparecidos también
póstumamente en la mayoría de los casos, la celebridad de
Newton se apoya en dos extensos tratados: Principios matemáticos
de la filosofía natural (1686) y Optica (1704). Buena
parte de los materiales de esta última estaban elaborados antes
de comenzar los trabajos que desembocaron en los Principios, pero
al ser comunicados algunos a la Royal Society, en 1672, suscitaron una
polémica, entre otros con Hooke (éste consideraba que eran
«mero desarrollo de ciertas cuestiones de detalle» de su Micrographia)
y Newton prefirió esperar la muerte de su rival antes de dejar
que la Optica viese la luz pública.
1. Al revés de lo que su título sugiere, la Óptica
contiene la física newtoniana propiamente dicha. Su principio es
una teoría atómica de la materia, que determina una teoría
corpuscular de la luz. Un rayo es un chorro de átomos, de cuya
naturaleza depende el color; en realidad, si los rayos individuales poseen
propiedades inmutables, ha de haber otros tantos tipos de átomos
inmutables. En la Cuestión XXXI de la Optica leemos:
«Dios creó la materia en forma de partículas sólidas,
masivas, duras, impenetrables y móviles, con determinadas figuras
y tamaños. Todos los fenómenos de la naturaleza consisten
en las diversas formas de agruparse estas partículas. Además
del principio de inercia, esas partículas están dotadas
de principios activos que son cualidades manifiestas [«atracción,
fermentación y consolidación»] y no han de confundirse
con las cualidades ocultas de Aristóteles. Esos principios dependen
de la Primera Causa Inteligente, necesaria para explicar el orden. Necesidad
de una providencia que corrija el sistema».
Se trata, pues, de volver a Demócrito algo preconizado por
Galileo y Bacon, pero con la diferencia de que el atomismo postulaba
sólo los indivisibles y el vacío, mientras ahora hay algo
más: la «necesidad de una Providencia». Como aclara
el resto de la Cuestión mencionada, «no es filosófico
pretender que el mundo podría haber surgido del caos por las meras
leyes de la naturaleza y continuar durante muchas eras gracias a esas
leyes». Para Newton los límites del «ciego destino»
son evidentes, y el propio atomismo la filosofía atea por
excelencia postula «la sabiduría y habilidad de un
agente poderoso y siempre vivo».
Al mismo tiempo, la Optica insiste con ortodoxia baconiana-
en que «las hipótesis no han de ser tenidas en cuenta en
la filosofía experimental». El método para la filosofía
natural ha de ser el análisis, «Aunque los argumentos a partir
de observaciones y experimentos por inducción no demuestren las
conclusiones generales, es con todo el mejor modo de argumentar que admite
la naturaleza de las cosas». Un silogismo subyace a todos los hallazgos
experimentales: si la materia no puede moverse a sí misma (principio
de inercia), y si hay un inmenso universo regido por la regularidad (resultado
de la observación), se sigue de ello el gobierno de un demiurgo
«espiritual».
Las últimas líneas de la Optica mencionan la «corrupción
de las doctrinas de Noé y sus hijos» como causa de que la
filosofía natural haya olvidado «al verdadero Autor y Benefactor».
1.1. La concepción corpuscular de la luz se opone a la teoría
ondulatoria que algunos años antes había expuesto Huyghens,
y el éxito arrollador del newtonianismo será la causa de
que quede arrinconada durante dos siglos. Laa Optica postula otra
vez un medio etéreo (un éter «sutil» contrapuesto
al éter «denso» de Descartes), no tanto porque Newton
tenga intuiciones u observaciones sobre ello como porque sin un medio
general como el éter sencillamente parece imposible fundar la física
en el principio mecánico (por presiones, choques, fricción),
contrapuesto al principio finalista de la física aristotélica.
Es este éter el que se sugiere como «causa de la gravedad»,
aunque a la hora de explicar dicha tesis Newton se reconozca incapaz de
poder demostrar experimentalmente nada.
Lo que sí está claro para él es que debido
a la tenacidad de los fluidos y a la débil elasticidad de los cuerpos
en el universo «el movimiento es mucho más proclive a perderse
que a ganarse, y siempre está extinguiéndose». De
no ser por «principios activos», como la causa de la gravedad
o de la fermentación, los cuerpos de la Tierra, de los planetas,
de los cometas, del Sol y de todas las cosas que en ellos se encuentran
se enfriarían y congelarían, tornándose masas inactivas».
Queda así prefigurada la entropía o muerte térmica
como destino del mundo, allí donde el Autor no intervenga «conservándolo
y reclutando el movimiento». En realidad, Newton oscila constantemente
entre un éter que de alguna forma «desconocida» suscite
la gravedad, y «la primerísima causa, ciertamente no mecánica».
Para esta idea cíclica y cataclísmica del universo, sólo
un milagro continuo del Autor evita colisiones astrales que, a la larga,
son inevitables. Según Newton, los satélites de Júpiter
y Saturno bien podrían ser «la reserva para una nueva creación»
en el caso de que la Tierra, Venus y Marte resultasen destruidos por una
u otra causa. Este aspecto fue, de hecho, el mayor inconveniente que presentaba
el esquema newtoniano comparado con el cartesiano, donde cualquier caos
era reconducido por las solas leyes del movimiento a una dinámica
ordenada. Newton legaba con ello un sistema del mundo casual en vez de
causal, apoyado sobre el Agente, que sus sucesores se esforzarán
por estabilizar. Lagrange primero, demostrando que todos los cambios orbitales
son periódicos, y Laplace después, pretendiendo demostrar
que las irregularidades periódicas están sometidas a una
ley eterna que les impide exceder cierta cantidad, trataron de suprimir
las funciones del agente divino y edificar una física sin recurso
a la teología.
En este sentido, el paso fundamental de los herederos de Newton fue el
concepto de campo (gravitatorio, magnético, eléctrico),
que aún sin solventar el problema «mecánico»
básico omite la dinámica «impulsiva». Newton
quiso acallar el prejuicio de su época contra la acción
a distancia (sin intervenir medio alguno) identificando de modo
sólo retórico las atracciones con impulsos,
y usando indistintamente attractio y tractio (tracción,
arrastre) en sus exposiciones. Pero el simple transcurso del tiempo hará
que los científicos y el público ilustrado en general no
vean nada extraño en fuerzas que operan a través del vacío.
De ahí que para él fuese un problema insoluble la causa
de la gravedad, mientras para sus herederos todo problema en ese sentido
desaparece tras haber formulado matemáticamente su operación.
El esfuerzo más serio por superar las paradojas de una actio
distans será la mecánica relativista einsteiniana, que
rechaza a la vez un medio etéreo y la gravitación como «fuerza».
Gracias a la geometría no euclidiana de Riemann, la gravedad se
presentará como una incurvación del continuo espacio-temporal
motivada por la presencia de agregados materiales, y proporcional a éstos.
2. Los Principios matemáticos de la filosofía natural
son la obra cumbre de la física clásica, que construye
su mecánica sobre un espacio vacío y tres leyes del movimiento:
I. «Todo cuerpo persevera en su estado de reposo o movimiento uniforme
en línea recta, salvo que se vea compelido a cambiar de estado
por fuerzas impresas».
II. «El cambio de movimiento es proporcional a las fuerzas motrices
impresas, y se hace según la línea recta en la cual se imprime
dicha fuerza».
III. «La acción es siempre contraria e igual a la reacción,
como las acciones mutuas de dos cuerpos son siempre iguales y dirigidas
a partes contrarias.
Esta tercera ley permite presentar la dinámica gravitacional como
un sistema de atracciones recíprocas (en los términos ya
enunciados por Roberval y Hooke), donde no hay cuerpos atrayentes y cuerpos
atraídos sino cuerpos que se atraen todos a todos. Con un argumento
muy elegante dice Newton: «si un cuerpo atrajese a otro cuerpo contiguo,
y no fuese objeto de una atracción recíproca por parte del
segundo, el cuerpo atraído arrastraría al segundo y ambos
se alejarían hasta el infinito con un movimiento acelerado, como
por efecto de un motor propio, en contra de la primera ley del movimiento».
2.1. Las Leyes están precedidas en los Principios por ocho
Definiciones. La primera presenta la masa como «cantidad de materia».
La segunda define la cantidad de movimiento como producto de masa por
velocidad. La tercera define la fuerza inercial como «fuerza de
inactividad». Y la cuarta define la fuerza impresa o ímpetu
como aquella que «no permanece en el cuerpo cuando la acción
concluye», ejemplificada por fenómenos como la percusión
o la presión. Las cuatro últimas definiciones versan sobre
la fuerza centrípeta.
Huyghens, Leibniz y otros contemporáneos de Newton negaron la existencia
de semejante fuerza «centrípeta», considerando que
además de violar los principios mecánicos constituía
una suposición inútil. Para acallar esas críticas,
en los Principios dicha fuerza se presenta como un caso de «fuerza
impresa», análogo a la percusión o la presión
(a la vez que como fundamento de la gravedad terrestre, el magnetismo
y «aquella fuerza por la cual los planetas son continuamente apartados
del movimiento rectilíneo»). En definitiva, fuerza centrípeta
es lo mismo que atracción, pero si Newton hubiese prescindido de
las atracciones no habría escrito una sola línea de su tratado.
Para evitar polémicas lo que presenta un tratamiento exclusivamente
matemático de tales fuerzas centrípetas.
2.2. En efecto, el Libro I de los Principios no pretende demostrar
que los planetas sean afectados por tales o cuales fuerzas «físicas»
(de hecho, trata los cuerpos celestes como meros «puntos matemáticos»),
sino tan sólo que en caso de haber fuerzas y aceptado el
principio de inercia éstas serán «centrípetas»
y variarán como los cuadrados de las distancias. Dicho Libro I,
con mucho el más extenso de la obra, constituye una demostración
deslumbrante de sagacidad matemática, como no se había visto
en este terreno desde Ptolomeo. La primera Proposición establece
que si un cuerpo gira en torno a un centro de fuerza inmóvil, las
áreas descritas por él serán proporcionales a los
tiempos de su descripción. Sabemos que esto es la ley kepleriana
de las áreas, pero el mérito de Newton consiste en demostrarlo
por medios geométricos para «cualquier cuerpo».
La segunda Proposición demuestra, a su vez, que toda curva descrita
por un cuerpo cumpliendo la ley de las áreas «es urgida por
una fuerza centrípeta». El ingenioso modo de lograrlo consiste
en presentar la acción de dicha fuerza como impulsos parciales
que van transformando la trayectoria del cuerpo en un polígono,
con tantos lados como impulsos o cadencias, que al multiplicarse in
infinitum acaban constituyendo una curva donde cada lado del polígono
se convierte en un punto. Así, gradualmente, Newton va verificando
en términos geométricos las leyes de Kepler, exponiendo
su significado dinámico y analizando problemas matemáticos
relativos a las fuerzas centrípetas (en caso de varios cuerpos,
siendo esféricos y no esféricos, etc.). Y poco a poco va
alejándose de la construcción ideal -donde se supone fijo
y único el centro de fuerza- para aproximarse a la estructura concreta
del sistema solar. Allí ningún cuerpo puede considerarse
sólo atraído o sólo atrayente, y es preciso tomar
en consideración distintas masas para los cuerpos (al principio
meros puntos matemáticos).
Sin embargo, antes de pasar al «sistema del mundo» Newton
desarrolla el Libro II, mucho más «experimental», cuyo
objeto sigue siendo el movimiento de los cuerpos pero , al revés
que en Libro I, suponiendo que los medios son resistentes. Allí
ataca la teoría cartesiana de los vórtices, alegando que
no permiten explicar las leyes de Kepler (a las que llama, como antes
dijimos, «fenómenos» e «hipótesis»
copernicanas). Como la idea de los vórtices sólo sirve,
según él, para enturbiar el movimiento de los cielos, corresponde
volver a los hallazgos puramente geométricos del Libro I, aunque
ahora el esquema se aplicará a astros concretos o a hechos como
las mareas o los cometas.
Este será el objeto del Libro III, que comienza con las «Reglas
para filosofar». La primera enuncia el principio aristotélico
de que la naturaleza no hace nada en vano y «se complace en la simplicidad».
La segunda deduce de la previa que «a los mismos efectos hemos de
asignar, en lo posible, las mismas causas». La tercera, conocida
también como «principio de transducción» mantiene
que «las cualidades pertenecientes a todos los cuerpos al alcance
de nuestros experimentos deben estimarse cualidades universales de todos
ellos». La cuarta y última Regla opone a la argumentación
hipotética la inductiva, como propuso Bacon.
Dentro del Libro III el momento decisivo es el llamado test lunar, gracias
al cual la fuerza en cuya virtud la Luna resulta retenida en su órbita
se presenta como igual a la fuerza «que solemos llamar gravedad».
Esa fuerza de gravedad, inversamente proporcional al cuadrado de las distancias,
es directamente proporcional a las cantidades de materia o masas, y amparada
en el aparato matemático del Libro I explica todos los fenómenos
celestes con pasmosa sencillez. Lo fundamental ya no es la figura (elíptica
o circular) de las órbitas, sino la ecuación de masas y
distancias presidida por el principio de la atracción recíproca.
Tras monumentos analíticos como la lógica de Aristóteles,
el conocimiento no había logrado una construcción tan acabada
de cierto fenómeno singular en este caso la cosmología-
como la que expone Newton con un conjunto de razones y datos tan cuidadosamente
concatenado. Repasemos la secuencia argumental, ahora que la tenemos ante
los ojos, y será manifiesto que una línea antes tortuosa
de filosofar Platón, Galileo, Bacon, Descartes y sus muchas
estaciones intermedias- logra ahora combinar lo más abstracto (la
matemática) con lo más puntual (la observación).
Este es el mérito de los Principia, que terminan con un
análisis de las mareas y los cometas, donde Newton muestra que
ambos fenómenos pueden explicarse por los mismos criterios que
inspiran la dinámica planetaria .
Logrado dicho propósito, y para evitar malos entendidos teológicos,
las líneas finales del tratado contienen un famoso Escolio General.
«No conocemos dice allí- en lo más
mínimo la substancia real de cosa alguna», sino tan sólo
sus atributos y accidentes. Eso no obsta para estar seguros de que «la
ciega necesidad metafísica de ningún modo podría
generar la variedad de las cosas». Consumando una tradición
medieval franciscana, ya analizada a propósito de Occam, la hipótesis
newtoniana es lo divino como un ser subjetivo, cuya esencia consiste en
la voluntad. Todo lo corpóreo se encuentra gobernado, regido, «forzado»
por una voluntad absolutamente eficaz. Es ese rasgo lo que delata un ser
divino, y en el ser divino dicho rasgo ha de considerarse lo fundamental:
«Este ser gobierna todas las cosas no como alma del mundo sino
como amo de todas ellas. Y debido a su dominio suele llamársele
señor Dios, pantocrátor («todo-fuerza»),
porque Dios es un término relativo y se refiere a los siervos;
y deidad es el dominio de Dios no sobre su propio cuerpo como
imaginan aquellos para quienes Dios es alma del mundo sino sobre
siervos».
De acuerdo con Newton, la naturaleza de ese Amo «pertenece desde
luego a la filosofía natural» tesis reiterada en la
Optica y no tiene nada de hipotético. Si el final
de los Principia alude al pantocrátor, la conclusión
de la Optica versa precisamente sobre gravedad e hipótesis:
«Hasta el presente no he sido capaz de descubrir la causa de
las propiedades de la gravedad partiendo de los fenómenos, y
no propongo hipótesis; pues todo cuanto no es deducido a partir
de los fenómenos debe llamarse hipótesis, y las hipótesis,
metafísicas o físicas, no tienen lugar en la filosofía
experimental [...] Basta que la gravedad exista realmente, y actúe
con arreglo a las leyes que hemos explicado, y dé cuenta de todos
los movimientos de los cuerpos celestes y de nuestros mares».
2.3. El rechazo de las hipótesis llegó a ser una obsesión
para el Newton ya célebre, que quiso presentar su filosofía
natural como una analítica empírica, aligerada de cualesquiera
suposiciones teóricas. Eso le permitía aparecer como un
«filósofo natural» sin contacto alguno con pensadores
como Kepler, Descartes o Leibnitz, que de un modo u otro albergaban algo
«no deducido a partir de los fenómenos».
Sin embargo, no sólo hay dudas sobre la posibilidad, en abstracto,
de una ciencia puramente experimental, sino razones irrefutables para
detectar un fuerte componente hipotético en Newton. Hipótesis
debe considerarse la asimilación de atracciones e impulsos (fuerzas
centrípetas y fuerzas impresas); e hipótesis es el Autor
(todo voluntad y trascendencia) propuesto como «primerísima
causa», pues si bien y muy discutiblementepuede considerarse
que de los fenómenos se deduce algún tipo de ser divino,
no hay manera de sostener en términos «científicos»
que sea precisamente un Amo trascendente en vez de un Alma del mundo,
en la línea de Bruno y muchos renacentistas.
Pero aun aceptando esas referencias como algún tipo de componenda
teológica, ajena al sistema físico- matemático del
mundo propiamente dicho, lo cierto es que el cultivo de hipótesis
resulta mucho más nuclear aún, y afecta a los propios conceptos
de movimiento, espacio y tiempo.
2.3.1. En el largo Escolio que sigue en el Libro I a las Definiciones
se distingue un movimiento absoluto («traslación de un cuerpo
desde un lugar absoluto a otro») del movimiento relativo, único
aceptado por la física cartesiana. Y la autoridad de Newton mantuvo
el concepto hasta que la teoría electromagnética condujo
a resultados sólo explicables suponiendo movimiento relativo. A
finales del XIX, G. F. Fitzgerald y H. A. Lorentz hicieron por separado
la suposición de que un cuerpo en movimiento se contrae siguiendo
la línea de dicho movimiento. Una década más tarde
Einstein expuso su teoría de la relatividad especial, donde descarta
como noción sin base el movimiento rectilíneo absoluto y
toda simultaneidad deviene relativa, asumiendo un papel central la velocidad
de la luz. El movimiento absoluto de Newton apareció entonces como
resultado de descartar esa condición básica. Actualmente
se considera por ello que si los Principios pudieron presentar
con un alto grado de aproximación los movimientos planetarios no
es debido a la exactitud del esquema matemático del cual parten,
sino porque cuando los sistemas de coordenadas tienen velocidades (v)
muy pequeñas comparadas con la velocidad de la luz c, el esquema
relativista y el newtoniano llegan a confundirse. Si en vez de aplicarse
a nuestro sistema solar se hubiese aplicado a cualquier otro de los hoy
conocidos, caracterizado por distancias superiores o muy superiores, sus
cálculos habrían sido palmariamente imprecisos.
2.3.2. En el Escolio recién mencionado habla Newton del «tiempo
absoluto, verdadero y matemático, en sí y por su naturaleza,
que fluye igualmente sin relación con nada externo». Nuevamente
se trata de una hipótesis, derivada por lo demás de consideraciones
teológicas. I. Barrow, el antecesor de Newton en Cambridge, definía
el tiempo como «capacidad o posibilidad de existencia permanente»,
completamente ajena a cualquier movimiento y a la materia en general.
Por su parte, el más destacado entre los «platónicos
de Cambridge» en esa época, Henry More, había escrito
a Descartes unos años antes que «si Dios aniquilase el universo
y crease otro de la nada mucho después, ese intermundo o privación
de mundo tendría su duración [...] Hay por eso la duración
de una cosa que no existe». Naturalmente, Descartes se hallaba en
el más total de los desacuerdos, al igual que Aristóteles
o la moderna teoría de la relatividad. En este concepto del tiempo
absoluto, como en el del movimiento absoluto, Newton prescinde pura y
simplemente de la velocidad de la luz, y de las consecuencias a ello aparejadas.
2.3.3. En los Principios se expone también la creencia
en «un espacio absoluto, por su naturaleza y sin relación
con nada externo, que permanece siempre semejante e inmóvil».
El mencionado I. Barrow consideraba impío ver en el espacio una
existencia real, independiente de la divinidad. Dios debía extenderse
más allá de la materia, y es precisamente esa sobreabundancia
o exceso de la presencia divina lo que según él
llamamos espacio. De hecho, Barrow y More, junto con el químico
Boyle, fueron quienes popularizaron la idea de que espacio y tiempo absolutos
eran sencillamente la omnipresencia y eternidad del Autor. Newton adoptará
la postura prácticamente sin modificaciones, llegando en la Optica
a llamar al espacio «sensorio divino». Por esas mismas fechas
(1705) el teólogo Cheyne consideraba que «con justo título
podemos llamar sensorio de la divinidad al espacio universal, pues es
el lugar donde las cosas naturales son presentadas a la omnisciencia divina».
Naturalmente, la crítica que puede hacerse de este espacio absoluto
es análoga a la que cabe hacer del tiempo absoluto.
Un siglo antes de los Principia a nadie se le ocurre postular un
espacio y un tiempo independientes de cualquier mundo. Y no se le ocurre
porque el universo parece vivo o animado por un alma diseminada en él.
Si en vez de esto hay un Agente incorpóreo contrapuesto a cuerpos
inertes, la mediación entre reinos heterogéneos ha de recaer
sobre algo que en cierto aspecto sea tan incorpóreo como el agente
y en otro tan inerte como los cuerpos para la matemática. Pero
no hay ningún «universal» que cumpla esas condiciones
con una exactitud comparable al espacio y el tiempo. Gracias a esos seres
puramente abstractos «sin relación con nada externo»
puede el Señor (y la mente humana, hecha según la Escritura
a su imagen y semejanza) ordenar lo externo y, en general, sentirlo. Se
ha producido, podemos decir, un gran cambio en la intuición y el
sentimiento del mundo.
3. Poco después de publicar los Principios Newton dice
en una célebre carta al clérigo y humanista Bentley:
«Una gravedad innata, inherente y esencial a la materia, por
la cual un cuerpo pueda actuar sobre otro a distancia a través
de un vacio [...], me parece un absurdo tan grande que no creo que pueda
incurrir en él nadie con una facultad competente de pensamiento
en temas filosóficos. La gravedad debe ser causada por un agente
que actúa de modo constante según ciertas leyes, pero
dejo a la consideración de mis lectores si es material o inmaterial».
Lo que Newton deja al lector decidir es si prefiere una causa material
como el éter (cuyo inconveniente es no saberse mediante qué
mecanismo opera), o una causa inmaterial como el pantocrátor
(cuyo inconveniente es la desvinculación de lo físico o
causado). Sin embargo, pocos años después de morir apenas
hay alguien para quien la gravedad no sea esencial e inherente a
la materia, y menos aún quien vea en ella un fenómeno
que requiera alguna causa. Al contrario, la gravedad se ha convertido
en causa universal indiscutible, y hasta Einstein nadie buscará
un fundamento científico para ese paradigma o marco del fundamento
científico. Esto acontece al amparo de la explicación mediante
«fuerzas», ligada muy directamente a la búsqueda de
leyes antes que de causas para el acontecer. Desde la suposición
galileana de que todo cambio es el resultado de una forza, el «cómo»
de un fenómeno no su «por qué» se
convierte en factor causal.
Supongamos que salto desde la ventana de mi casa y caigo hasta el suelo,
situado unos pisos más abajo. ¿Cuál es la causa de
que caiga? La causa eficiente es que he saltado, pero si preguntamos por
qué tras saltar precisamente caigo al suelo, la respuesta
lógica en términos de causa material- será
el peso: todos los graves (y yo soy un grave) caen en la Tierra cuando
algo denso no los sustenta. Puedo entonces decir que esa caída
tiene por causa una fuerza pesante (gravedad). Pero puedo preguntarme
también si ese factor es algo distinto del fenómeno mismo
que explica. En otras palabras ¿qué distingue a esa causa
de su efecto?
Pensemos un momento en otros campos. La causa, por ejemplo, de que un
niño nazca daltónico reside en que uno de los genes incluidos
en su dotación presenta cierta anormalidad específica, que
transmiten las hijas de daltónicos y padecen algunos de sus hijos.
El factor causal es esa anomalía en el abuelo, y el efecto es un
nieto con el cuadro típico del daltonismo. Busquemos otro ejemplo,
como las agresiones verbales o físicas que se infligen ciertas
parejas cuando descubre alguno la presencia de un rival; la causa de la
agresión son celos, y el efecto unos actos de hostilidad que pueden
llevar a la mutilación y el homicidio.
¿Qué distingue el nexo causal en el caso de la caída
y en los otros dos? Evidentemente, que el daltonismo no se atribuye a
una fuerza daltónica, ni la agresión a una fuerza agresiva,
sino que en ambos casos hay un proceso causal propiamente dicho, una genealogía
concreta del efecto que desde Aristóteles llamamos mediación.
Sin embargo, Newton habla en sus Principios, por ejemplo, de una
«fuerza centrípeta», a la que unas veces llama «atracción»
y otras veces «impulso» (los impulsos, recordémoslo,
se transmiten siempre por contacto). La justificación de ello,
aclara, es que no se trata de fuerzas «físicas» sino
exclusivamente «matemáticas», vectores. No me limito
entonces a caer debido a la acción de una «fuerza atractiva»
desde mi ventana, porque un observador añade a ese fenómeno
una medida exacta: caigo con una aceleración de 9,8 metros por
segundo, y caigo con esa aceleración precisamente porque estoy
en el planeta Tierra, cuya masa total complementada por las perturbaciones
que provocan la Luna y los demás cuerpos del sistema solar
así lo determina. ¿Qué significa este añadido?
Si nos atenemos al criterio de Newton, la medida lo cambia todo. Atribuir
la lluvia a una fuerza pluvial y el oro a una fuerza aurífera es
mera palabrería; pero si logramos definir matemáticamente
un cómo estaremos legitimados para considerar a alguno de sus factores
causa del movimiento. ¿Por qué?
3.1. La respuesta es que la medida rigurosa de un fenómeno («sistema»)
suministra un nexo de necesidad que solicita una fuerza. Más concretamente,
la aproximación infinitesimal permite prever cualquier momento
del sistema a partir del actual, medido en posición y cantidad
de movimiento. Dado que esa aproximación se obtiene desarrollando
en forma de serie una función (cierta dependencia concreta de magnitudes)
la función define una fuerza que ha de ser la causa del movimiento.
¿Cómo, si no, podríamos «preverlo» exactamente?
Prescindiendo de que el principio de indeterminación formulado
por Heisenberg niega semejante exactitud, podemos contestar que la «previsibilidad»
no tiene nada que ver con la causalidad, y depende tan sólo de
la regularidad de la naturaleza. La explicación mediante fuerzas,
que sigue figurando en todos los manuales escolares -aunque ya en el XVIII
dAlembert la considerase «oscura y metafísica»-
es un paralogismo cuando no se utiliza con extrema cautela. Como concepto,
la fuerza resulta ser una noción muy débil, que suplanta
lo sensible por un suprasensible vacío. Es el inmediato fenómeno
presentado como fundamento, el simple hecho convertido en factor activo.
Primero se pone la cosa como forzada, pasiva, y de ella se extrae la tautológica
fuerza. De ahí que, llevada a su verdad, la famosa fuerza impresa
sea pura y simplemente el acontecer de la cosa inerte como algo ajustado
a cierto número (la ecuación diferencial), que luego se
supone originando así el lado «metafísico»
aludido por dAlembert impulso real y agente incorpóreo
al mismo tiempo.
Observemos, con todo, que ciertos fenómenos no sólo se prestan
a una aplicación de los sistemas inerciales, sino que sólo
nos son accesibles de ese modo. Es como si viendo a los esposos
agredirse, según el ejemplo anterior no fuésemos humanos
y no pudiésemos reconocer en nosotros mismos emociones y conductas
análogas, ni entender la aclaración de terceros. En tal
caso procedería medir como fuera los gestos de todos los intervinientes;
si por observación llegásemos a percibir funciones uniformes
en algún movimiento podríamos considerarlo forzado, y en
esa misma medida causal. Si un marciano nos viese repetidamente comprar
un periódico, siendo él ajeno por completo al significado
de la compraventa y al del periódico, quizá dedujera que
la secuencia se explica causalmente como gimnasia, pleitesía o
danza, y si calculase con precisión los movimientos externos podría
acabar atribuyendo el evento a una fuerza traslativa, operante con el
mismo grado de necesidad física en comprador y vendedor. Pero si
alguna vez bajase el marciano a la Tierra, y aprendiese dinámicas
como la curiosidad humana o la prensa, dejaría de postular fuerzas
traslativas como causas..
Desde luego, al hablar de planetas, cometas y mareas no alcanzamos esa
visión desde dentro que obtendría al extraterrestre familiarizándose
sencillamente con nuestra cultura. Tiene, pues, sentido medir algo inanimado
(real o presuntamente) para a falta de explicación mejor-
presentar esas medidas como causas de su conducta. Lo que no se sostiene
en la misma manera es, sin más reflexión, exportar al hombre
y al pensamiento (como intentarán pronto los llamados ideólogos
y los utilitaristas) criterios sólo aptos para considerar lo inanimado
y ajeno a intuición.